Desde que empezó toda esta odisea mundial me parece que mi cerebro se ha hecho más lento para escribir, opinar, organizar ideas y hasta debatir. Al principio creí que solo era yo, pero resulta que esto le pasa a mucha otra gente. Desafortunadamente somos la primera generación en 100 años que tiene que lidiar con un virus mortal, pese a que tan mortal como el H1N1 de 1918 no es.
Me encantaría levantarme de la cama junto a esta chica y decirle si quiere que le haga el desayuno y después echarnos un polvito antes de salir a iniciar nuestro día: tomar el metro, ir al trabajo, vernos de nuevo, almorzar con amigos, ir a un concierto o a un museo, y de ahí si se puede volvernos a ver y a pasar la noche juntos. Ese ritmo de actividades tan normales y sensatas quedaron solo para los que creen que el virus no existe o, si existe, será cuestión de suerte.
La
pandemia ha sacado a la luz lo mal preparados que estamos para ser solidarios,
y lo sucios y egoístas que podemos llegar a ser. También ha sacado a relucir
una ignorancia colectiva que no me imaginaba que podía existir, aunque la había
notado antes: el terror/ adicción a las teorías de conspiraciones, el pánico/mofa a la ciencia
y lo que tenga que decirse. Esa ignorancia salió de los rincones menos esperados: desde
gente que admirábamos